jueves, 8 de diciembre de 2011

Biografías de Stefan Zweig: Balzac y María Estuardo

Tengo un especial aprecio por Stefan Zweig, por su nostálgica y amable descripción de mundos que ya no existen y sus biografías de lectura ligera y tintes románticos. Con algunas de ellas, como la vida de Balzac, me he reído de lo lindo: imaginar a ese genial Obélix de las letras escapando a toda prisa de sus acreedores por alguna puerta trasera, su cortejo impetuoso y por correspondencia con la acaudalada matrona rusa que le había testimoniado atrevidamente su admiración lectora, las vicisitudes y titubeos del extravagante y virtual noviazgo, el desencuentro en la realidad social, las trabas burocráticas, la formalización de un matrimonio casi in extremis… un relato con final no exactamente feliz pero no exento de comicidad como corresponde a un personaje tan expansivo como refleja la propia foto (daguerrotipo, para ser exactos) del voluminoso escritor con su camisa blanca de la que parecen haber saltado los botones.

Conmovedoramente trágico y nada cómico es sin embargo el recorrido vital de María Estuardo, que nos hace constatar que la elección de la pareja adecuada para contraer matrimonio estable no es solamente un problema para las mujeres de hoy sino que ya fue un considerable quebradero de cabeza incluso para las que nacieron o llegaron a ser reinas en siglos remotos, especialmente si les interesaba conservarla. En este sentido, siempre estuve convencida de lo acertadísimo de la resolución de Isabel I de Inglaterra de mantenerse firme e inamovible en su celibato, por más que mi admirado Zweig, siempre dado a especulaciones galantes que hoy podríamos llamar erótico-festivas, detecte un atisbo de ansiedad de la expresión incluso en sus retratos de adolescente realizados por Holbein, lo que no duda sentimentalmente en atribuir posteriormente a cierta insatisfacción de afectos.

Yo en cambio sólo percibo en ellos la angustiosa certeza por parte de esa inteligente mujer y desde muy jovencita de que su seguridad personal pendía siempre de un hilo y que cualquier error podía suponer la pérdida de la corona o de la vida, como fue finalmente el caso de su rival, María Estuardo. Cosa distinta es la tensión evidente en el famoso retrato que hizo Antonio Moro de su hermanastra, María Tudor, con una mano que parece dispuesta a asfixiar el tallo de una flor y en cuya mirada furibunda parece asomar algún designio de masacre de protestantes, nada que ver, diría yo, con los retratos de Isabel I.

De lo que no me había dado cuenta hasta leer este libro es de la analogía evidente que cabe establecer entre la vida de María Estuardo y los dramas de Hamlet y Macbeth. Como bien señala Zweig, parece como si Shakespeare hubiera tomado directamente como fuente de inspiración para sus obras la vida de esta reina, que no vacila en casarse con el que todo el mundo señala como asesino o instigador del asesinato de su segundo marido, Lord Darnley, crimen brutal sobre cuyo conocimiento directo o implicación no queda libre de sospecha.

Y aún así es difícil no compadecer de algún modo a esta reina que se nos presenta como imprudente víctima de sus pasiones y que no atiende a los sabios consejos de Isabel, que le habla por experiencia propia tras sus escarceos con el apuesto Robert Dudley y le recomienda encarecidamente no contraer ese nuevo matrimonio con Bothwell sobre el que siempre se cernirá la sombra de la infamia… pero quizás sea demasiado tarde, apunta Zweig, resulta difícil por un lado aceptar los consejos de la más temible enemiga y puede que estemos además ante un posible embarazo, lo que explicaría la necesidad de escenificar un teatral rapto.

Es evidente que las libertades que Europa consentía con facilidad a los reyes en su vida privada – a no ser, como Enrique VIII, que se empeñaran en coronar a sus amantes- constituían sin embargo un grave peligro para las reinas, cuyas decisiones íntimas eran siempre cuestionadas por su propia corte y sus propios súbditos, por los reinos extranjeros y por toda clase de agitadores y fanáticos políticos y religiosos… como el abominable John Knox bramando contra el “monstruoso gobierno de las mujeres” con estruendo amplificado de trompeta, “first blast of the trumpet against the monstrous regiment of women”, al que únicamente la formidable Isabel I es capaz de cortar en seco y sugerir ácidamente que habrá sido el “last blast” y se va a quedar sin instrumento si osa escribir otro panfleto similar.

Otra reina en tremendos apuros a la hora de contraer nupcias, Marguerite de Valois, la novelesca reina Margot, nos lo cuenta también todo en sus memorias, con las que estoy ahora entretenida y totalmente fascinada, un documento sin parangón en la historia de una época especialmente convulsa.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Escapada a Viena

El trabajo, la casa, las nuevas tecnologías devoradoras de tiempo, el agotamiento, las mil y una obligaciones diarias, la desidia y la pereza se confabulan contra mí para que abandone mi proyecto de escribir de vez en cuando sobre esas cosas y momentos que han dejado un grato recuerdo en mi memoria y que intento torpemente fijar por escrito para que no queden consumidos en ese remolino voraz y destructor que llamamos vida moderna.


No son más que pequeñas impresiones de una vida, intrascendentes como el juego del niño que en la playa lanza al mar una botella que ha rellenado cuidadosamente con un papel arrugado adornado con garabatos para un amigo imaginario de las antípodas. No tienen especial valor, pero si no las escribo se pierden para siempre y, como cualquier diario, el esfuerzo sirve al menos para que, transcurrido algún tiempo, pueda con su relectura rescatarlas del olvido y disfrutar del placer de revivirlas. Y dentro de esa categoría de experiencias que siempre me apetece rescatar de la ceniza están los viajes. Quería escribir primero sobre un magnífico recorrido inglés que hice en verano con la finalidad de visitar Newstead Abbey y Haworth Parsonage, pero pasó el tiempo, lo dejé y prefiero ahora hablar de otro viaje más reciente, una escapada de tres días a Viena.


Conocía ya Viena porque de joven pasé un mes de verano en la ciudad para perfeccionar mi alemán y ha sido muy agradable poder volver a visitarla y alojarme esta vez, no en una residencia estudiantil sino en el fantástico hotelito König von Ungarn, todo un hallazgo, a dos pasos de la catedral y justo al lado de la casa en la que Mozart vivió un tiempo y compuso las Bodas de Fígaro.

En esta ocasión he podido disfrutar además de una deliciosa exposición temporal del Kunsthistoriches Museum que bajo el título “Cuentos de Invierno” reúne una magnifica selección de cuadros invernales, con el frío y la nieve como motivo principal: detallistas paisajes y escenas costumbristas de Brueghel, el imponente Napoleón de Jacques Louis David cruzando los Alpes a caballo envuelto en su capa, campos de escarcha azulada de Van Gogh, un tierno paisaje de Monet de postal de navidad, con la pequeña urraca tomando el sol en la nieve – el que yo me habría llevado a casa si hubiera podido-, naufragios decimonónicos en mares tenebrosos y helados, patinadores con atuendo romántico manteniendo elegantemente el equilibrio, una muestra de lo más variado y pintoresco.

Y, lógicamente, no podían faltar un par de eventos musicales: escuchar el dramático Réquiem alemán de Brahms en la catedral y asistir a la interpretación por un cuarteto de cuerda de piezas de Mozart, Schubert y Haydn en esa pequeña joya que es la Sala Terrena, un espacio con cabida para poco más de veinte personas, con frescos dieciochescos y en el que sin duda se encontraba merodeando, aunque invisible, el espíritu burlón de Mozart.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Amazona en Richmond Park

Era una tentación demasiado grande como para no acabar cayendo en ella a pesar de las dudas y miedos. Pero para apreciar en toda su intensidad ese relajante paisaje de hierba, helechos y árboles centenarios desplegado esplendorosamente en una gama interminable de verdes y arena bajo un cielo turquesa moteado de nubes blancas y grises y sentir el impacto vigorizante y sanador de la brisa fresca de verano que amplifica el murmullo secreto de las plantas y despierta todos los sentidos... hay que subirse a un caballo. El audaz atrevimiento se ve recompensado con la ilusión mitológica de gozar de la compañía de un indolente séquito de ciervos que primero me contemplan tranquilamente al ver que me aproximo a ellos y que sin duda sólo esperan una señal de mi mano para levantarse y acompañarme obedientes en mi paseo triunfal. Me imagino perfectamente lo que habría podido ser un excitante día de recreo en la corte de Enrique VIII o de Isabel I.

Antes de llegar a este momento culminante me he preparado prudentemente tomando varias lecciones particulares hasta conseguir un digno trote de novato que para mí constituye actualmente el cénit del dominio ecuestre, superada la confusión del primer día durante las vacaciones de Pascua cuando confundí el nombre del caballo con el del consumado jinete y ceremonioso instructor belga a cuyo cargo tuve la primera clase que me ha permitido superar una mala iniciación de hace muchos años.

¿Pero cómo iba yo a saber que Pablo, y no Pegaso o Bucéfalo, por decir algo, era el nombre de mi montura? Pablo is the horse, madam, and I am Jean François. My aim is to teachee you to relaxeee and feeleee you … blendee with the horse, lo que yo interpreté algo así como el efecto centauro total. Firste of allee, imagiinne you are like a baggee full of potatoes… lo que para empezar era perfectamente asumible y comprensible y además todo tan versallescamente expresado, mucho mejor que el sistema salvaje “esto es un caballo y ahora galopa” que minó mi confianza juvenil.

No he encontrado de nuevo a mi amable y carismático mentor este verano pero le ha sucedido Rachel, una simpática joven galesa bajo cuya supervisión me atreví el martes a dar un maravilloso paseo de una hora. No acabo de tenerlas todas conmigo pero… es una sensación fantástica y muy buen ejercicio.

viernes, 18 de marzo de 2011