Una playa de guijarros y multitud de pequeñas embarcaciones balanceándose suavemente en un mar grisáceo, niños jugando en las rocas, provistos de cubo, sedal y trocitos de bacon para atraer a golosos cangrejos mientras adultos vigilantes los contemplan a distancia y apuran los últimos rayos de un sol que no calienta.
En el horizonte asoma borrosamente la silueta de la ciudad de Portsmouth, a la que desde la orilla rinden patriótico saludo ondeantes banderas en cada casa, todo ello a modo de recordatorio para el incauto visitante de que este extraño enclave, bastión defensivo contra temibles armadas invencibles, guarda celosamente las esencias irreductibles del imperio británico.
En el horizonte asoma borrosamente la silueta de la ciudad de Portsmouth, a la que desde la orilla rinden patriótico saludo ondeantes banderas en cada casa, todo ello a modo de recordatorio para el incauto visitante de que este extraño enclave, bastión defensivo contra temibles armadas invencibles, guarda celosamente las esencias irreductibles del imperio británico.