viernes, 15 de mayo de 2009

Madame du Châtelet

Durante unas recientes vacaciones en Inglaterra encontré en una tienda de antigüedades y libros viejos un ejemplar del libro “Voltaire in love” de Nancy Mitford, de la que ya había leído su “Madame de Pompadour”. No son obras por las que sienta especial admiración, pues su contenido me pareció bastante superficial y centrado en anécdotas de “boudoir”. De hecho, me hizo notar mi marido que Harold Nicolson mencionaba en sus diarios su impresión de “Voltaire in love” y no precisamente favorable, hasta calificándola directamente de vulgar. Estoy en parte de acuerdo con esta opinión, aunque podría argumentarse en favor de Mitford que se esforzó bastante si tenemos en cuenta que no tuvo acceso a las ventajas de una educación universitaria formal Oxbridge que cualquier hombre de su misma posición e inclinación al estudio tenía garantizada prácticamente desde el momento mismo de su concepción.

En cualquier caso, este “Voltaire in love” fue mi primer contacto con la historia de Madame du Châtelet y me dejó con las ganas de conocer más detalles sobre la vida de esa altiva aristócrata de espíritu científico, agudísima inteligencia y fiera independencia, tan admirada por Voltaire y que gozó del privilegio de disfrutar de una educación y libertad de movimientos inusitada para las mujeres de su época.

Para ampliar esta información me he hecho con un ejemplar del ensayo de Elizabeth Badinter titulado “Émilie, Émilie, l’ambition féminine au XVIIIème siècle”, en el que la autora se adentra en el estudio de este personaje estableciendo una comparativa con otra inquieta dama francesa, Madame d’Épinay, y sugiriendo que ambas mujeres compartían el rasgo de la ambición intelectual, de la necesidad de dejar de algún modo un testimonio de su actividad más allá de los estrechos límites de la vida familiar en la que la sociedad de su tiempo esperaba quedasen voluntariamente reducidas meramente por su condición de mujeres.

Desgraciadamente, aunque por su privilegiada posición Madame du Châtelet pudo dedicarse sin trabas a su actividad científica y a su importante labor de traducción de la obra de Newton, disfrutar de los más extravagantes lujos y permitirse un absoluto desprecio de la opinión que los demás pudieran tener sobre su original y libérrima forma de vida en compañía de Voltaire y otros amantes, el destino le jugó una mala pasada. Falleció prematuramente a la edad de 43 años pocos días después de dar a luz a la hija habida de sus relaciones con su amante Saint-Lambert y de cuya paternidad legítima, con la inestimable ayuda de Voltaire, había logrado convencer a su complaciente marido.

lunes, 4 de mayo de 2009

sábado, 2 de mayo de 2009

Stefan Zweig: Montaigne


Descubrí hace poco esta nueva publicación de Acantilado y me pareció la mejor manera de empezar una aproximación no traumática a los ensayos de Montaigne de los que tanto se habla últimamente.

Me sorprendió saber que fue la última de las obras de Stefan Zweig y que, de hecho, se suicidó antes de terminarla. Inmediatamente me pregunté qué tendrían estos ensayos, escritos hace tantos siglos y a cuya relectura dedicó mi admirado Zweig sus últimos días. Dice Zweig de Montaigne que “no se puede ser ni demasiado joven, ni tampoco carecer de experiencia y desengaños, para poder apreciarlo como es debido”.

Está bien, cumplo los requisitos de edad y experiencia. ¿Qué secretos me desvelará este Montaigne, tan apreciado como consejero por el ponderado Enrique IV en una época convulsa de guerras de religión? ¿Qué tendrá que decirme alguien que fue educado en latín y que eligió pasar una considerable parte de su vida recluido en una torre de su castillo del Périgord, rodeado de sus libros? Sea lo que sea, lo de la torre me parece una idea estupenda, aunque no creo que pueda seguir su ejemplo por ahora.

Y mucho me temo que tardaré algún tiempo en descubrirlo. Son siete volúmenes en francés antiguo y pródigos en citas en latín. Acabo de empezar el primero. Esto no va a ser fácil.

Visite du Chateau et de la Tour historique à Saint Michel de Montaigne

viernes, 1 de mayo de 2009

Lecturas: Felix Holt, de George Eliot


En una de mis últimas incursiones por e-bay no he podido sustraerme a la tentación de adquirir una edición antigua de siete hermosos volúmenes de las novelas de George Eliot. La obra de la autora, muy dada a digresiones filosóficas y puntillosos razonamientos, no es de lectura fácil y hasta la fecha sólo había conseguido sumergirme a fondo en una sola de sus novelas, Middlemarch, con cuyo argumento me había familiarizado previamente gracias a la impecable adaptación para la televisión promovida por la BBC hace algunos años. Es una serie actualmente disponible en DVD y que recomiendo con el mayor entusiasmo, pues creo sinceramente que pocas veces se ha logrado una selección de actores tan magnífica para cada uno de los personajes.

Si Middlemarch es una obra maestra indiscutible, que expone con tremenda lucidez el conflicto a menudo insuperable entre las circunstancias personales, sociales y la realización de los proyectos vitales -la imposibilidad de controlar con precisión las múltiples facetas del destino- la historia de Felix Holt es un precedente que gira alrededor de una temática similar, aunque no alcanza la perfección de Middlemarch.

Entre otras cosas, a mi modo de ver, quizás porque en Felix Holt la decisión del personaje femenino central de renunciar a una existencia confortable para adaptarse a la obstinada forma de vida de un reformador político al que considera moralmente superior y al que admira en exceso, a pesar de sus evidentes rasgos de fanatismo, se me antoja demasiado forzada. Y quizás también porque en Middlemarch, el personaje masculino principal, Tertius Lydgate, a diferencia de Felix Holt, no me inspira repelencia alguna sino todo lo contrario. A diferencia de Felix, los ideales de Tertius no son tanto de reforma social y política ni giran estrictamente sobre confrontaciones de clase, sino que son más bien de carácter profesional y científico, pues ha recibido una educación mucho más elevada y es un perfecto caballero. Y ésta acaba siendo finalmente su tragedia, mientras que en Felix Holt la situación se plantea más bien a la inversa.

En fin, que mi innato pragmatismo me impide identificarme con las mujeres que, como Esther Lyon, víctima de un espejismo afectivo hacia el radical Felix Holt y con otras interesantes alternativas ante sí en absoluto desagradables, deciden renunciar a lo que les convendría en mayor o menor medida y optan ciegamente por complicarse la vida sometiéndose a la tiranía de un individuo difícil, desabrido, con complejos de inferioridad social e ínfulas de mentor y convencido de estar en posesión de la verdad.