miércoles, 2 de diciembre de 2009

De artistas y críticos: Whistler contra Ruskin


Hace algunos años, en una exposición temporal de la National Gallery titulada “Americans in Paris” pude admirar, además de una interesante selección de cuadros de pintores como Mary Cassatt y John Singer Sargent, algunos destacados ejemplos de la obra de James Abbot McNeill Whistler, entre los que se encontraba el “Nocturno en Negro y Oro”, que dio lugar en su día a una sonada batalla legal entre el pintor y John Ruskin, el crítico de arte más influyente de la época victoriana.

El cuadro en cuestión, que pertenece a la colección del Detroit Institute of Arts, había generado la siguiente crítica demoledora por parte de John Ruskin: “I have seen, and heard, much of cockney impudence before now; but never expected to hear a coxcomb ask two hundred guineas for flinging a pot of paint in the public’s face”.


http://www.dia.org/object-info/7d1a59d3-6163-440a-925a-b0978f1f8811.aspx?position=1

Aunque Ruskin expresara tan contundentemente su opinión desfavorable, quedé muy sorprendida al saber que Whistler, en lugar de ignorarla, se la tomó tan a pecho que demandó al crítico por difamación, reclamando 1000 libras en concepto de daños y perjuicios. El resultado fue bastante catastrófico para el pintor: ganó el caso pero el tribunal sólo le concedió una indemnización de un penique. Los efectos del pleito fueron desastrosos, pues se vio obligado a vender una casa para hacer frente a los gastos legales incurridos. Su resentimiento fue tan agudo que, en lugar de intentar olvidarse de tan desagradable asunto, llegó a publicar un libro con un pintoresco título de manual de autoayuda para cínicos: “The Gentle Art of Making Enemies”. Hace unos días me topé en ebay con semejante curiosidad y, lógicamente, debido a mi compulsiva afición al cotilleo artístico-literario, no pude resistir la tentación de pujar por él hasta adjudicármelo por la módica cantidad de quince euros.

Enterada de este modo casual de la existencia de esta especialidad artística, me pareció oportuno iniciarme en ella con celeridad y con la secreta ambición de adquirir un razonable dominio. No obstante, confieso que el contenido del libro me ha decepcionado bastante, pues no es más que una exhibición vanidosa y pendenciera de los rifirrafes judiciales y epistolares del pintor no sólo con el excéntrico Ruskin, sino con todos los críticos que se cruzaron algún día en su camino.

Hay que alegar a favor de Whistler que Ruskin jugaba con cierta ventaja, pues contaba con experiencia previa en litigios de alto voltaje tras la demanda de nulidad matrimonial instada por su esposa por falta de consumación. Pero esto sería materia para otra entrada, si es que algún día me decido a atacar con decisión otro libro curioso que tengo por ahí y que contiene una parte de los diarios de Ruskin. Constato con tremenda envidia, según las eruditas aclaraciones de los responsables de la selección y edición, John Evans y John Howard Whitehouse, que la incansable y febril actividad desplegada por el eminente crítico victoriano durante el invierno de 1852 le permitió terminar el segundo y tercer tomo de su obra “Piedras de Venecia”. No tengo más opción que serenarme y asumir totalmente mi incapacidad y falta de disciplina al enterarme de que encontró también tiempo, en esas mismas fechas, para escribir un comentario sobre el Libro de Job “for his private edification”. No consigo aclarar si también con finalidad edificativa para su esposa Effie, quien en cualquier caso mantuvo flemáticamente la paciencia hasta Abril de 1854, año en que instó la nulidad del matrimonio celebrado en 1848. Me alegró en su momento saber que Effie rehizo su vida con el pintor Millais, con quien fundó familia numerosa.

Volviendo al libro de Whistler, lo que sí me ha divertido es la transcripción de partes de la vista judicial, que sin duda debió ser en su día toda una sensación mediática. Los diálogos parecen sacados de una obra de teatro de Oscar Wilde.

Puesto que la publicación del libro data de 1890 y los hechos acaecieron en 1874, entiendo que no hay problema de copyright, por lo que incluiré cuando pueda el interrogatorio del fiscal.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Polonesa Fantasía

En El Último Encuentro, una novela de Sándor Márai ambientada en un castillo de los Cárpatos, la pasión por el piano del personaje femenino principal es tan absorbente que de algún modo la compensa de cualquier carencia o frustración y de su aislamiento. Me llamó poderosamente la atención en su momento y me hizo pensar automáticamente y sin pararme a reflexionar demasiado que, si yo hubiera nacido en el siglo XIX, no precisamente en un castillo de los Cárpatos, pero en cualquier entorno más o menos acomodado y con todo el tiempo del mundo a mi disposición, también habría podido perfectamente pasarme la vida tocando el piano, ajena por completo a estúpidas guerras napoleónicas, revoluciones varias y aburridas rivalidades franco-prusianas o ruso-japonesas. Llegar al estado de poder arrancarle algo de música a este instrumento es una sensación tan placentera que, en tanto pueda disfrutar de esta actividad, desafine o no, así se hunda el mundo y se resignen los pobres vecinos cuando se apodera de mí el frenesí del “après moi le déluge” pianístico.

No tengo todavía todo el tiempo del mundo a mi disposición y probablemente no lo consiga nunca, pero sí he podido, tras mucho esfuerzo, dejar atrás esos “años oscuros” en los que todas mis horas parecían destinadas al sacrificio en la hoguera de las vanidades de alguna colonia local subsidiaria de los adalides del capitalismo salvaje. Tras la hoguera vino la difícil travesía del desierto y, finalmente, el espacio propio conquistado palmo a palmo o, más precisamente, el tiempo libre anhelado: una especie de manumisión parcial.

Y en esta aún recientemente descubierta condición de semilibertad, tocar el piano, al igual que disponer de más ocio para la lectura, son placeres a los que ya no podría renunciar para dedicar más atención a actividades utilitarias conveniente o incluso generosamente remuneradas, sino en caso de extrema necesidad. Atrás quedan para siempre los excesos productivos de las décadas de los ochenta y noventa y todas las miserias de la competencia y la lucha por la igualdad en entornos decididamente hostiles, basados en la perpetuación de un sistema filisteo de productividad descarnada e insulsa capaz únicamente de tasar el precio del tiempo y que ignora por completo su valor.

Nunca tuve intención de pasar a engrosar la pintoresca lista de ricos, famosos o fracasados sentimentales del cementerio y, si alguna vez tuve algo de ambición profesional, su importancia se ha ido diluyendo en favor de una ambición estrictamente personal: la conquista de mi propio tiempo. Quizás algún día consiga también tocar la Polonesa Fantasía de Chopin, quién sabe… He aquí la ruta de acceso a una magnífica interpretación del pianista italiano Roberto Poli, cuya estupenda página web www.roberto-poli.com he descubierto hace poco.

http://www.youtube.com/watch?v=XF1s_ie1K9s

lunes, 19 de octubre de 2009

Inglaterra, Inglaterra





Desde hace muchos años emigro a la verde Inglaterra durante el mes de Agosto, dejando atrás el insoportable calor bochornoso de la costa mediterránea y preguntándome siempre qué extraño delirio puede inducir a multitud de británicos a hacer exactamente lo contrario. Esta recurrente oportunidad veraniega de alternar una estancia en Londres con algún retiro campestre es para mí la escapada perfecta.

Nunca me canso de viajar a Inglaterra en verano y no tengo ninguna intención de cambiar mi rutina estival por expediciones a lugares más exóticos o vistosos. Quizás haya nacido con alma de jubilada y hasta las ovejas repriman bostezos a mi lado, pero la combinación de unos días en Londres para visitar exposiciones o ver alguna obra de teatro, seguidos por retiros en pintorescos hotelitos campestres -siempre con buenas provisiones de libros y tés servidos en delicada porcelana antigua- constituye mi ideal vacacional, sin que, hasta el momento, estas apacibles incursiones “country life”, dignas de Miss Marple, se hayan visto alteradas por la necesidad de resolver crimen alguno.

Invariablemente, cada verano suelo visitar al menos una o dos mansiones del National Trust o patrimonio histórico británico. Y aunque normalmente me muevo por los condados del sur, en esta ocasión me desplacé algo más al norte, hasta Northamptonshire, para pasar unos días con unos amigos. De la mano de nuestros amables anfitriones, visité esta vez dos ejemplos de arquitectura isabelina: las ruinas de Lyveden New Bield (en la foto de cabecera) y Burghley House (ver enlace al final de la entrada).

Lyveden New Bield es una construcción del siglo XVI a medio terminar, que tiene el aliciente de disponer de uno de los pocos jardines isabelinos cuya configuración se conserva según su diseño original. Forman parte del mismo un huerto de árboles frutales – lo que en la época era al parecer todo un lujo – y un caminito que asciende suavemente en espiral sobre un montículo ribeteado por un estanque, recorrido especialmente diseñado para que las damas isabelinas pudieran pasear cómodamente con sus amplias faldas sin ningún tropiezo y sin cansarse. El edificio viene a ser un proyecto de pabellón de caza o recreo ordenado por Sir Thomas Tresham, miembro de una poderosa familia católica que finalmente cayó en desgracia cuando uno de sus descendientes se vio involucrado en la conspiración de la pólvora contra Jacobo I.

Burghley House, en Cambridgeshire, cuya construcción se realizó para el tesorero de Isabel I, Sir William Cecil, es un impresionante palacio que se utiliza a menudo en producciones cinematográficas, siendo algunas de las más recientes las de Orgullo y Prejuicio (en la versión protagonizada por Keira Knightley) y la de El Código da Vinci. Aunque desgraciadamente no hubo tiempo esta vez para visitar los interiores, los niños se lo pasaron muy bien en el exterior recorriendo el jardín de las sorpresas de agua.

Burghley

jueves, 25 de junio de 2009

Los poemas de la abuela

Al ordenar mi disco duro he encontrado una carpeta que contiene fragmentos del diario de la abuela, cuya afición a recitar y componer poemas era notable. Visto en perspectiva, me parece increíble que pudiera criar seis hijos, cocinar cada fin de semana canelones para veinte personas o más y, simultáneamente, mantenerse al día de todas las novedades literarias y de la evolución de la liga de fútbol. De hecho, yo atribuyo poderes prácticamente sobrehumanos a esa generación nacida en la segunda década del siglo XX.

Lorca, Guillén, Maragall, Verdaguer y Carner eran sus poetas favoritos. Era muy devota y, sorprendentemente, el día de mi primera comunión me regaló un precioso libro sobre la revolución francesa. Está claro que, para ella, no había ningún contrasentido entre ambos hechos. Insistió con énfasis en que la revolución francesa era muy importante. Y Goethe también, dijo contundentemente: hay que leer a Goethe. Se me quedó grabadísimo. También me instó a leer a Proust y las cartas de Mme. de Sévigné. Evidentemente, sus recomendaciones no eran cualquier cosa.

Solía andar recitando versos de sus poetas preferidos o escribirlos ella misma con motivo de eventos diversos. Se le ocurrió componer uno con ocasión de la compra de mi primer piso y tengo una foto en la que aparece en mi saloncito en pleno trance rapsoda-inaugural. Lamento muchísimo haber perdido el manuscrito -quizás aparezca algún día en un cajón-, pero conservo este poema que transcribió a su diario con motivo de la pérdida y posterior recuperación de un colgante.

Me gusta. Son alegres versos con reminiscencias carnerianas. Es una lástima que ya no esté en este mundo, porque era todo un personaje. Apuesto a que tendría un blog de lo más divertido.

He aquí la poesía que he encontrado.


He perdut un elefant

Elefant petit daurat.
Com podria retrobar-te?
Perquè t’hauràs amagat,
jo no em canso de buscar-te,
i em resulta un embolic
un desconsol i un fatic,
i no paro de cercar-te,
petit elefant daurat.

És que potser t’has cansat
d’ornamentar el meu escot?
Com m’agradava portar-te!
Tu que feies tan bonic,
penjat i bellugadís,
una mica prop del cor.
Ara et duc en el record,
petit elefant daurat.

En un estoig, ben penjat,
d’un bonic aparador
lluent i molt solitari,
un elefant molt petit
em retornava el record;
Ara que ja t’he trobat
no et voldria perdre més,
petit elefant daurat.

viernes, 15 de mayo de 2009

Madame du Châtelet

Durante unas recientes vacaciones en Inglaterra encontré en una tienda de antigüedades y libros viejos un ejemplar del libro “Voltaire in love” de Nancy Mitford, de la que ya había leído su “Madame de Pompadour”. No son obras por las que sienta especial admiración, pues su contenido me pareció bastante superficial y centrado en anécdotas de “boudoir”. De hecho, me hizo notar mi marido que Harold Nicolson mencionaba en sus diarios su impresión de “Voltaire in love” y no precisamente favorable, hasta calificándola directamente de vulgar. Estoy en parte de acuerdo con esta opinión, aunque podría argumentarse en favor de Mitford que se esforzó bastante si tenemos en cuenta que no tuvo acceso a las ventajas de una educación universitaria formal Oxbridge que cualquier hombre de su misma posición e inclinación al estudio tenía garantizada prácticamente desde el momento mismo de su concepción.

En cualquier caso, este “Voltaire in love” fue mi primer contacto con la historia de Madame du Châtelet y me dejó con las ganas de conocer más detalles sobre la vida de esa altiva aristócrata de espíritu científico, agudísima inteligencia y fiera independencia, tan admirada por Voltaire y que gozó del privilegio de disfrutar de una educación y libertad de movimientos inusitada para las mujeres de su época.

Para ampliar esta información me he hecho con un ejemplar del ensayo de Elizabeth Badinter titulado “Émilie, Émilie, l’ambition féminine au XVIIIème siècle”, en el que la autora se adentra en el estudio de este personaje estableciendo una comparativa con otra inquieta dama francesa, Madame d’Épinay, y sugiriendo que ambas mujeres compartían el rasgo de la ambición intelectual, de la necesidad de dejar de algún modo un testimonio de su actividad más allá de los estrechos límites de la vida familiar en la que la sociedad de su tiempo esperaba quedasen voluntariamente reducidas meramente por su condición de mujeres.

Desgraciadamente, aunque por su privilegiada posición Madame du Châtelet pudo dedicarse sin trabas a su actividad científica y a su importante labor de traducción de la obra de Newton, disfrutar de los más extravagantes lujos y permitirse un absoluto desprecio de la opinión que los demás pudieran tener sobre su original y libérrima forma de vida en compañía de Voltaire y otros amantes, el destino le jugó una mala pasada. Falleció prematuramente a la edad de 43 años pocos días después de dar a luz a la hija habida de sus relaciones con su amante Saint-Lambert y de cuya paternidad legítima, con la inestimable ayuda de Voltaire, había logrado convencer a su complaciente marido.

lunes, 4 de mayo de 2009

sábado, 2 de mayo de 2009

Stefan Zweig: Montaigne


Descubrí hace poco esta nueva publicación de Acantilado y me pareció la mejor manera de empezar una aproximación no traumática a los ensayos de Montaigne de los que tanto se habla últimamente.

Me sorprendió saber que fue la última de las obras de Stefan Zweig y que, de hecho, se suicidó antes de terminarla. Inmediatamente me pregunté qué tendrían estos ensayos, escritos hace tantos siglos y a cuya relectura dedicó mi admirado Zweig sus últimos días. Dice Zweig de Montaigne que “no se puede ser ni demasiado joven, ni tampoco carecer de experiencia y desengaños, para poder apreciarlo como es debido”.

Está bien, cumplo los requisitos de edad y experiencia. ¿Qué secretos me desvelará este Montaigne, tan apreciado como consejero por el ponderado Enrique IV en una época convulsa de guerras de religión? ¿Qué tendrá que decirme alguien que fue educado en latín y que eligió pasar una considerable parte de su vida recluido en una torre de su castillo del Périgord, rodeado de sus libros? Sea lo que sea, lo de la torre me parece una idea estupenda, aunque no creo que pueda seguir su ejemplo por ahora.

Y mucho me temo que tardaré algún tiempo en descubrirlo. Son siete volúmenes en francés antiguo y pródigos en citas en latín. Acabo de empezar el primero. Esto no va a ser fácil.

Visite du Chateau et de la Tour historique à Saint Michel de Montaigne

viernes, 1 de mayo de 2009

Lecturas: Felix Holt, de George Eliot


En una de mis últimas incursiones por e-bay no he podido sustraerme a la tentación de adquirir una edición antigua de siete hermosos volúmenes de las novelas de George Eliot. La obra de la autora, muy dada a digresiones filosóficas y puntillosos razonamientos, no es de lectura fácil y hasta la fecha sólo había conseguido sumergirme a fondo en una sola de sus novelas, Middlemarch, con cuyo argumento me había familiarizado previamente gracias a la impecable adaptación para la televisión promovida por la BBC hace algunos años. Es una serie actualmente disponible en DVD y que recomiendo con el mayor entusiasmo, pues creo sinceramente que pocas veces se ha logrado una selección de actores tan magnífica para cada uno de los personajes.

Si Middlemarch es una obra maestra indiscutible, que expone con tremenda lucidez el conflicto a menudo insuperable entre las circunstancias personales, sociales y la realización de los proyectos vitales -la imposibilidad de controlar con precisión las múltiples facetas del destino- la historia de Felix Holt es un precedente que gira alrededor de una temática similar, aunque no alcanza la perfección de Middlemarch.

Entre otras cosas, a mi modo de ver, quizás porque en Felix Holt la decisión del personaje femenino central de renunciar a una existencia confortable para adaptarse a la obstinada forma de vida de un reformador político al que considera moralmente superior y al que admira en exceso, a pesar de sus evidentes rasgos de fanatismo, se me antoja demasiado forzada. Y quizás también porque en Middlemarch, el personaje masculino principal, Tertius Lydgate, a diferencia de Felix Holt, no me inspira repelencia alguna sino todo lo contrario. A diferencia de Felix, los ideales de Tertius no son tanto de reforma social y política ni giran estrictamente sobre confrontaciones de clase, sino que son más bien de carácter profesional y científico, pues ha recibido una educación mucho más elevada y es un perfecto caballero. Y ésta acaba siendo finalmente su tragedia, mientras que en Felix Holt la situación se plantea más bien a la inversa.

En fin, que mi innato pragmatismo me impide identificarme con las mujeres que, como Esther Lyon, víctima de un espejismo afectivo hacia el radical Felix Holt y con otras interesantes alternativas ante sí en absoluto desagradables, deciden renunciar a lo que les convendría en mayor o menor medida y optan ciegamente por complicarse la vida sometiéndose a la tiranía de un individuo difícil, desabrido, con complejos de inferioridad social e ínfulas de mentor y convencido de estar en posesión de la verdad.