lunes, 28 de noviembre de 2011

Escapada a Viena

El trabajo, la casa, las nuevas tecnologías devoradoras de tiempo, el agotamiento, las mil y una obligaciones diarias, la desidia y la pereza se confabulan contra mí para que abandone mi proyecto de escribir de vez en cuando sobre esas cosas y momentos que han dejado un grato recuerdo en mi memoria y que intento torpemente fijar por escrito para que no queden consumidos en ese remolino voraz y destructor que llamamos vida moderna.


No son más que pequeñas impresiones de una vida, intrascendentes como el juego del niño que en la playa lanza al mar una botella que ha rellenado cuidadosamente con un papel arrugado adornado con garabatos para un amigo imaginario de las antípodas. No tienen especial valor, pero si no las escribo se pierden para siempre y, como cualquier diario, el esfuerzo sirve al menos para que, transcurrido algún tiempo, pueda con su relectura rescatarlas del olvido y disfrutar del placer de revivirlas. Y dentro de esa categoría de experiencias que siempre me apetece rescatar de la ceniza están los viajes. Quería escribir primero sobre un magnífico recorrido inglés que hice en verano con la finalidad de visitar Newstead Abbey y Haworth Parsonage, pero pasó el tiempo, lo dejé y prefiero ahora hablar de otro viaje más reciente, una escapada de tres días a Viena.


Conocía ya Viena porque de joven pasé un mes de verano en la ciudad para perfeccionar mi alemán y ha sido muy agradable poder volver a visitarla y alojarme esta vez, no en una residencia estudiantil sino en el fantástico hotelito König von Ungarn, todo un hallazgo, a dos pasos de la catedral y justo al lado de la casa en la que Mozart vivió un tiempo y compuso las Bodas de Fígaro.

En esta ocasión he podido disfrutar además de una deliciosa exposición temporal del Kunsthistoriches Museum que bajo el título “Cuentos de Invierno” reúne una magnifica selección de cuadros invernales, con el frío y la nieve como motivo principal: detallistas paisajes y escenas costumbristas de Brueghel, el imponente Napoleón de Jacques Louis David cruzando los Alpes a caballo envuelto en su capa, campos de escarcha azulada de Van Gogh, un tierno paisaje de Monet de postal de navidad, con la pequeña urraca tomando el sol en la nieve – el que yo me habría llevado a casa si hubiera podido-, naufragios decimonónicos en mares tenebrosos y helados, patinadores con atuendo romántico manteniendo elegantemente el equilibrio, una muestra de lo más variado y pintoresco.

Y, lógicamente, no podían faltar un par de eventos musicales: escuchar el dramático Réquiem alemán de Brahms en la catedral y asistir a la interpretación por un cuarteto de cuerda de piezas de Mozart, Schubert y Haydn en esa pequeña joya que es la Sala Terrena, un espacio con cabida para poco más de veinte personas, con frescos dieciochescos y en el que sin duda se encontraba merodeando, aunque invisible, el espíritu burlón de Mozart.

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